Cultura pop y locos entre comillas

Es probable que todos hayamos sido el creep de Radiohead en algún punto de nuestras vidas, pero en el último tiempo parece que donde miremos hay alguien que se autoproclama excéntrico o trastornado. El científico loco, el artista desencajado y el rebelde sin causa nos han acompañado en la historia y la ficción desde hace siglos, pero en la última década predomina un espíritu confesional que ventila los defectos y abraza la diferencia, mientras la «anormalidad» salpica la narración televisiva, cinematográfica y toda la cultura pop. ¿Qué está pasando?

___________

En 2008, cuando los candidatos presidenciales panameños empezaron con la tradicional carrera de los trapos sucios, Balbina Herrera intentó hacer una zancadilla a Ricardo Martinelli diciendo que era bipolar y tomaba Tafil. Pero más rápido que ligero, los creativos de campaña de Cambio Democrático aprovecharon la oportunidad y crearon uno de los eslóganes políticos más efectivos de nuestra historia republicana: “Los locos somos más”. La informalidad irreverente de Martinelli ya había conquistado a los jóvenes y a los sectores pauperizados, pero una frase tan pegajosa era justo lo que hacía falta para terminar de perfilarlo como el antihéroe que todos estaban esperando. Si además de este episodio tragicómico de nuestra política, nos ponemos a pensar en la cantidad de gente que se describe como «bipolar», «misántropa » o «esquizofrénica» en sus biografías de Twitter y Facebook , podríamos empezar a pensar que ser tachado de loco se ha vuelto algo positivo y hasta deseable; que el mundo está en decadencia como lo ha estado siempre, o que la gente sólo quiere llamar la atención. Pero como en todo fenómeno social, las cosas no son tan simples ni suceden porque sí, y todo lo que observamos en la cultura contemporánea es parte de procesos históricos.

Del manicomio a la cultura pop
El concepto de locura es relativamente reciente. Antes del siglo XVII, los «locos» eran parte de la vida cotidiana, pero a mediados de los años 1600, cuando desaparece la lepra en Europa, son encerrados junto con los ancianos, pervertidos, herejes y libertinos en los antiguos leprosarios que habían quedado vacíos. Llegada la Revolución Industrial, la locura, la delincuencia y la perversión sexual empezaron a verse como verdaderas amenazas para la racionalidad moderna y el sistema económico naciente, así que a mediados de los años 1700 nacen los primeros hospitales mentales que alojaban a los individuos cuya peculiaridad se considerara peligrosa. Además de ser objetos de estudio científico, los «locos» debían ser reformados de modo que pudieran convertirse en mano de obra para el desarrollo de las nuevas fuerzas productivas, y como sólo la «gente normal» podía trabajar, se creó el estigma del «anormal» que es incapaz de aportar a la sociedad con su fuerza de trabajo.

Por los años 1800 despuntan los famosos freak shows en Inglaterra y Estados Unidos, donde las rarezas humanas se volvían atracción y espectáculo familiar al mejor estilo de un zoológico. Pero el nacimiento de la cultura de masas daría el golpe de timón a partir del siglo XX, colocando al paria como protagonista de comedias, películas, series de TV y tiras cómicas. De Los tres chiflados a La Familia Munster; de Los Locos Adams a The Rocky Horror Picture Show, los monstruos y los raros llegan y se acomodan en el sofá. En los sesenta surge el movimiento contracultural en Estados Unidos, y el escenario musical se hace eco de él con nuevas voces para los marginados, desequilibrados y rebeldes de todo tipo, que sin saberlo comenzaban a convertirse en un nicho de mercado en toda regla.

Frank Zappa, con su agrupación The Mothers of Invention, llegó a ser una figura icónica en la llamada «escena freak» de Los Ángeles por aquel entonces. Ser un freak era lo mismo que ser un hippy, pero de un tipo más agresivo y disruptivo: para Zappa –cuyo disco debut se llamó Freak out!–  era un proceso personal y creativo en el que un individuo rompía los moldes de pensamiento, vestimenta y etiqueta para mostrarse como un disidente de la sociedad. En muchos de sus trabajos, el rey fenómeno experimenta con temas como la homosexualidad, la cultura afroamericana o el feminismo, y aunque sus mensajes continúan sujetos a interpretación por su carácter ambiguo y disperso, algunos críticos piensan que su música era una burla sofisticada del estadounidense promedio de su tiempo, usualmente conservador y para el que la liberación femenina o la homosexualidad eran terribles amenazas.

A principios de los setenta aparece el atemporal David Bowie, que en sí mismo personifica la erosión que empezaban a sufrir los roles de género y las normas sociales en aquella época. Pocos años más tarde, el punk acapara el escenario con sus voces estridentes, un discurso antisistema y una estética claramente rupturista, pero pronto es cooptado por la industria de la moda  y su débil resistencia es acallada rápidamente. Ya por los ochenta y principios de los noventa, nace el grunge como movimiento musical que retoma el pesimismo y la angustia rabiosa del punk, pero los vuelve introspectivos con temáticas como la alienación, la inestabilidad mental y el rechazo. Con agrupaciones como Pearl Jam, Nirvana, Alice in Chains y Soundgarden, el grunge deviene un fugaz altavoz para la juventud apática de entonces, pero más entrados los 2000, el nu metal reclama su espacio. Es el turno de Slipknot, Deftones, Marilyn Manson, Korn y muchas otras agrupaciones que —en ocasiones con una estética que apela a lo monstruoso— encarnan el resentimiento social y la enfermedad mental para conquistar a la juventud marginada que se veía representada en la otredad.

En el cine, Tim Burton da vida a un universo gótico-pop con los trastornados Beetlejuice y Edward Scissorhands. En una filmografía entera dedicada a explorar la diferencia, los monstruos quijotescos de Burton son seres sensibles que cuestionan la aparente normalidad de las cosas en mundos donde lo inusual, lo oscuro y lo imperfecto son piezas esenciales de una experiencia humana naturalmente caótica. El espectador es invitado a examinar sus propias particularidades con historias  en que las perturbaciones psicológicas y la rareza se vuelven rasgos aceptables y hasta deseables.

En la televisión, después de los clásicos Munsters y Adams, los raros menos extravagantes toman el control definitivo desde los noventa, donde quizás Seinfeld sea la reina del desastre posmoderno. Contada a través de unos personajes inmaduros, egoístas y sin ningún tipo de moral, la «serie sobre nada» plantea una existencia disfuncional en la que abrazar el absurdo parece la única alternativa en un mundo donde nada parece tener mayor sentido. Más recientemente, otros antihéroes nos han cautivado en Breaking Bad, Mad Men, Game of Thrones o Dr. House, mientras las sagas de vampiros, hombres lobos y mutantes muestran una monstruosidad estetizada que propone una mirada positiva sobre la «anormalidad». Por supuesto que este recorrido podría ser mucho más largo y amplio, pero no queda duda de que la cultura pop contemporánea replantea la imperfección y la falibilidad del ser humano, donde la vieja fórmula del protagonista moralmente correcto y deseoso de lograr el bien común, pierde credibilidad en una sociedad desencantada que pide verse representada con sus fallas.

Queda claro que los personajes de ficción (y algunas veces los propios artistas) son alegorías de las ideas, miedos y ansiedades de una época; basta con ver que en los últimos años el Joker se ha vuelto igual de amado que Batman, a la vez que se ha romantizado la enfermedad mental y la no pertenencia se ha vuelto un commodity. Irónicamente, lo que en un principio fuera un problema para el desarrollo del capitalismo industrial, hoy es un negocio rentable con los «locos» y los «raros» como abanderados de la pluralidad. Por supuesto, el peso del estigma se mantiene para los verdaderos trastornados, pero para alivio de muchos, la «anormalidad» ha sido reinterpretada como nuevo vehículo expresivo y como una extraña estrategia de branding personal.

Individualismo, identidad y consumo
En realidad, la fijación con la diferencia ha sido un producto inesperado de la homogenizadora globalización, pero particularmente el pensamiento posmoderno ha hecho que la individualidad cobre una importancia sin precedentes. Según esta corriente surgida en la Francia de los años sesenta, nada es verdadero, sino relativo, y la realidad está determinada por las experiencias y emociones de cada individuo. El posmodernismo cala con fuerza en un mundo dominado por la sensación de constante incertidumbre, inseguridad e indefensión, donde creemos que lo único que aún podemos entender o controlar es nuestra realidad individual. Los metarrelatos, o cualquier explicación de los fenómenos sociales en un sentido amplio, quedan invalidados por la idea posmoderna de que en alguna parte del mundo, siempre habrá quien sea la excepción a la regla.

La teoría queer, base del movimiento LGBTI y también perteneciente a la escuela posmoderna, es quizás una de las principales impulsoras de la obsesión identitaria. Desarrollada en los años noventa, no sólo logra transformar la etiqueta «queer» (raro) en una consigna de lucha, sino que además crea un nuevo sujeto político al plantear que existen infinitas posibilidades de experimentar la identidad y la sexualidad. Esta teoría propone que, ante una sociedad dividida en el binarismo opresivo de lo masculino y lo femenino, la subversión del género es una forma de resistencia. Pero no destruye los roles existentes, sino que crea más géneros a partir de las particularidades y personalidades de cada individuo, bajo la lógica de que existen tantos géneros como personas en el mundo.

Hoy, las reivindicaciones identitarias han encontrado su momento cumbre con la cibercultura, que nos invita a expresarnos constantemente a través de nuestros teléfonos inteligentes y redes sociales. Pero en una sociedad de consumo, donde todo está sujeto a convertirse en mercancía, lo anterior significa que las identidades marginalizadas pasan a ser un nicho de mercado, donde las diferencias sirven de inspiración para crear infinitos productos pensados para la autoexpresión. Hippies, punks, góticos, nerds, mujeres, negros, gays… todo lo considerado distinto debe ser asimilado por el mainstream si se quiere el éxito de un modelo económico sostenido en el yoísmo y en las necesidades artificiales. Si ya en 2002 Christina Aguilera cantaba Beautiful para todo aquel que se sintiera diferente, en 2010 Lady Gaga pasa al siguiente nivel y bautiza «pequeños monstruos» a unos fans que gritan a coro “Baby I was born this way” como consigna progresista. Inevitablemente, las políticas identitarias (sustento teórico de los movimientos sociales actuales) han sido asimiladas por la cultura pop, al igual que sucede con toda forma de resistencia cuyos cimientos sean puramente expresivos, estéticos y centrados en la individualidad. En otras palabras, aquello que priorice lo individual y lo simbólico por encima de lo colectivo y lo tangible, está destinado a volverse mercancía . Los hippies y los punks fueron testigos de ello.

Ni creeps ni weirdos
Los «raros» y los «locos» posmodernos son un síntoma de la letanía pseudoexistencial característica de una sociedad casi desprovista de estructuras colectivas. La no pertenencia voluntaria, o la impostura de declararse extraño, ofrece una sensación de libertad en una época de sujetos profundamente obsesionados con el diseño de sí mismos, y donde la excesiva exaltación de la identidad ha hecho que el debate social pase de la economía política a las luchas por el reconocimiento. La gente pide que sus identidades sean legitimadas, que su felicidad personal tenga estatus oficial y que la corrección política fiscalice el lenguaje y el pensamiento a cualquier costo. La nueva forma de resistencia es que la publicidad sea inclusiva; que los Cazafantasmas o Dr. Who sean mujeres; que el próximo James Bond sea negro y que las marcas eleven la bandera arcoíris, mientras el statu quo se mantiene intacto desde un «cambiar para que nada cambie». De la misma manera en que los primeros hospitales psiquiátricos tenían el objetivo de reformar al individuo trastornado para ponerlo al servicio del nuevo sistema económico, las políticas identitarias, desprovistas de un enfoque estructural o de economía política, sólo alcanzan para que los antes marginados puedan acomodarse en el sistema opresivo que ya existe.

Ciertamente, las representaciones o referencias que encontramos en la cultura pop son importantes como parte del discurso mediático que construye imaginarios sociales. También es un hecho que el género, la raza o la orientación sexual moldean la experiencia humana y configuran las identidades individuales, pero no son categorías opresivas por sí solas, sino porque operan inscritas en un sistema económico y social cuya reproducción ha dependido históricamente de la vejación institucionalizada de aquellos que no sean hombres, blancos y heterosexuales. Así, el discurso de las políticas identitarias, convenientemente impulsado por la industria del entretenimiento y los grandes capitales, es el mejor ejemplo de dividir para vencer: si todos están ocupados defendiendo su propia especificidad, es casi imposible que asuman una lucha común. Curiosamente, en Estados Unidos y en el resto del mundo, los progresistas liberales aún se rascan la cabeza intentando entender cómo es que Trump ganó las elecciones. Tal vez hizo falta crear más superhéroes queer, o cambiar el sexo y la raza de más personajes de ficción.

Originalmente publicado en la revista SML, edición octubre-noviembre 2017.

ADDAMS-FAMILY-MOVIE-1200x766

La fórmula de Tim Burton

Se acerca Halloween y la TV por cable se pone a tono con los clásicos (y no tan clásicos) de horror, pero si cada año hay un nombre recurrente en los canales de películas, es el de Tim Burton. Escenarios retorcidos, mundos yuxtapuestos y personajes extravagantes se combinan para dar vida a historias tan cercanas como excéntricas, tan oscuras como cautivadoras, en un trabajo cinematográfico que a lo largo de las décadas ha logrado marcar un estilo visual inconfundible. El cine de Tim Burton entrelaza sutiles matices del expresionismo alemán con una ingeniosa reimaginación de lo gótico y una retórica descomplicada, donde (toca aceptarlo) no es una narrativa finamente hilada la que ocupa el foco de atención, sino unas puestas en escena con decorados vistosos y unos personajes memorables.

corpse81

Como bien han espetado sus críticos y los alérgicos al mainstream, el suyo es un cine simple, infantil y formulario. Cargado de múltiples influencias, es un perfecto ejemplar del pastiche posmoderno, que para el filósofo y teórico cultural Frederic Jameson es el típico síntoma de una época caracterizada por su imposibilidad de producir algo nuevo. Pero si bien su trabajo es repetitivo y no juega con los laberintos conceptuales amados por los cinéfilos más snob, su relevancia cultural radica en su capacidad de conectar con una audiencia muy amplia por medio de una narrativa sencilla y un estilo visual propio, sin dejar de abordar algunas de las cuestiones más relevantes de la modernidad: lo individual versus lo colectivo, el cuerpo humano ante la ciencia, las contradicciones de las sociedades industrializadas, el conflicto de clases (El cadáver de la novia), el fracaso de las instituciones o el control gubernamental (El planeta de los simios, Mars attacks!).

En una filmografía entera dedicada a explorar la diferencia, los monstruos quijotescos de Tim Burton son seres sensibles que cuestionan la aparente normalidad de las cosas en universos donde lo inusual, lo oscuro y lo imperfecto son piezas esenciales de una experiencia humana naturalmente caótica. Así, el espectador es invitado a examinar sus propias particularidades con historias  donde las perturbaciones psicológicas y la rareza se vuelven rasgos aceptables y hasta deseables. Los científicos locos y las máquinas industriales, también elementos repetidos en el trabajo de este director, aparentarían una idealización del modelo técnico-científico de principios del siglo XX, pero en su lugar, señalan las paradojas y la insuficiencia del pensamiento positivista para comprender y transformar la sociedad, algo que terminan por descubrir hasta los personajes más cuadrados y científicamente racionales. En alguna ocasión, Burton ha expresado que pasamos gran parte de la adultez tratando de resolver nuestros traumas de la niñez, de modo que su cine incorpora elementos simbólicos similares a los de los cuentos de hadas, que evocan el subconsciente y abordan problemas de la vida adulta desde un punto de vista infantil.

Con personajes visiblemente rotos como Sally (Pesadilla antes de Navidad); Edward (El joven manos de tijera), Emily (El cadáver de la novia) o su versión de Gatúbela, Tim Burton representa las dolencias de un mundo profundamente fracturado. El héroe burtoniano suele ser un outsider trastornado e incomprendido que vive en la periferia del sistema social, marcado por la diferencia y completamente distanciado del arquetipo de masculinidad tradicional, en tanto no es una actitud de macho ni una gran fuerza física las que lo guían hacia su cometido, sino el arte, la sensibilidad y la creatividad como formas de resistencia ante una sociedad deshumanizada. Estas constantes apelaciones a la individualidad y a la otredad hacen que el cine de Tim Burton cobre aun más sentido en la actualidad, donde los principales movimientos sociales se han enfocado en las políticas de la identidad.

El suyo no será el trabajo cinematográfico más refinado, pero aun sin suponer un reto intelectual para sus espectadores, de cierto modo propone una crítica de la racionalidad instrumental, del optimismo ilustrado que busca estructurar la experiencia humana desde el cientificismo más rancio, y de la imposición de una normalidad represora; una constante citación a la célebre frase de Jiddu Krishnamurti: “no es signo de buena salud estar bien adaptado a una sociedad profundamente enferma”.

 

Originalmente publicado el 23 de octubre en La Estrella de Panamá.