Niñofobia

En algún momento, todos hemos querido huir de un restaurante donde un niño ha roto en llanto. Hemos sentido ganas de pedir a un papá o a una mamá que controle al pequeño terremoto que nos patea la silla en una sala de espera, o hemos subido a un avión y descubierto –para nuestro horror– que nos toca viajar cerca de un bebé. Pero al margen de las incomodidades comunes y momentáneas que pueden llegar a producir los niños, las sociedades occidentales, que ya son bastante adultocéntricas, parecen mostrar un creciente rechazo hacia la niñez: existen hoteles, restaurantes y vagones de trenes “child-free”, además de cientos de blogs, videos, libros y memes dedicados a la felicidad de vivir sin hijos. Por si fuera poco, está reviviendo el movimiento antinatalista, que tacha de egoístas a quienes se reproducen y los responsabiliza por la posible sobrepoblación que dicen provocará la debacle del planeta. Irónicamente, en estos tiempos de corrección política se ha vuelto socialmente aceptable expresar rechazo hacia a los niños.

Es indiscutible que hay padres permisivos y desconsiderados con su entorno; que existen niños terriblemente inquietos, y que una sala de cine no es lugar para un bebé. También es cierto que el amor por una mascota puede bastar y sobrar para muchas personas, y que la sola idea de poder gastar toda la quincena en caprichos y placeres puede ser motivo suficiente para no procrear. Pero, más que una simple preferencia personal, el retraso en tener hijos, o su rechazo total, es un signo de nuestros tiempos.

En un mundo convulsionado, desigual, violento, contaminado y en crisis, no es raro que menos personas quieran reproducirse. Aunado a ello, los avances en anticoncepción y en equidad de género han reducido la presión social en las mujeres por ser madres, mientras la precariedad laboral y las crisis económicas han hecho que los adultos jóvenes encuentren mayores dificultades que sus padres para emanciparse o querer formar su propia familia. Pero, si bien estos factores influyen en que menos gente tenga hijos, no aclaran por qué muchas personas, en especial jóvenes, parecen repudiarlos.

Podría tratarse de una expresión cultural del nihilismo posmoderno y la desesperanza en el futuro; del deterioro del tejido social provocado por un modelo económico-político que prioriza la renta por encima de la vida humana y nos individualiza hasta no poder reconocernos el uno en el otro. Nos volvemos cada vez menos tolerantes, queremos que la vida se ajuste a nuestras expectativas en todo momento, nos cuesta comprometernos con algo más que nosotros mismos y hemos olvidado la empatía y el sentido de comunidad. Olvidamos que los niños son parte de la vida y de la sociedad, que este mundo también les pertenece y que, al igual que los más viejos, tienen sus propios ritmos, tiempos y necesidades. Que es imposible evitar o controlar absolutamente cada berrinche de un niño, y que, aunque las pataletas sean un fastidio, forman parte del aprendizaje de límites y normas.

Algunos adultos silban y cantan en una oficina mientras sus compañeros intentan concentrarse. Otros escuchan música en público a todo volumen y sin audífonos, y nunca faltan los que van a restaurantes y, pasados de copas, gritan y se carcajean a todo pulmón para incomodidad de los demás presentes. Sin embargo, esperamos que los niños se comporten todo el tiempo, sin darnos cuenta de que imponerles estas expectativas irreales puede convertirlos en adultos inestables, disfuncionales y frustrados.

Decía José Martí que los niños nacen para ser felices, pero en el mundo contemporáneo, debemos comenzar a preguntarnos qué consecuencias traerá para los niños crecer en una cultura que constantemente les repite que estorban, o que les obliga a asumir una madurez que no es propia de su edad para que puedan ser aceptados.

Es comprensible que mucha gente no quiera tener nada que ver con niños; que prefieran tener un gato, un pez o un cactus. Que elijan pasar una vida tranquila, mirando series en Netflix y teniendo noches de descanso ininterrumpido, sin mayores preocupaciones que a dónde viajar el próximo año. Confieso que años atrás fui de esas personas y que llegué a sentir rechazo hacia los niños, pero la vida no para de dar vueltas, y hoy que soy madre de un bebé, he podido reconectar con el sentido de colectividad y de altruismo que ha perpetuado a nuestra especie en el planeta. Por supuesto, la paternidad o la maternidad no es cualquier cosa ni es obligatorio desearla, pero en este mundo hay lugar para todos.

 

Columna originalmente publicada en La Estrella de Panamá el 31/3/19

¡Sea usted exitoso!

Cualquiera que pase tiempo en redes sociales (sobre todo en Instagram), notará que los anuncios de negocios nuevos en Panamá son muy frecuentes. Principalmente son pequeñas empresas, restaurantes y servicios creativos de todo tipo, pero hasta para los más distraídos sería evidente que también ha crecido la oferta de asesores personales en emprendimiento y wellness. De hecho, es probable que muchos conozcamos al menos a una persona que se volvió –o intentó volverse– coach de alguna disciplina, y algunos influencers ya prometen desplazar la terapia psicológica con sus tips de “empoderamiento” y optimismo.

Los nuevos Paulos Coelhos y John C. Maxwells venden todo tipo de materiales, programas y talleres para ayudar a otros a “descubrir su verdadero potencial” y “diseñar” la vida de sus sueños, usualmente con una mezcla de emprendedurismo y psicología positiva. Pero no es un fenómeno exclusivo de Panamá, sino una expresión ideológico-cultural propia del modelo neoliberal imperante en todo el ‘primer mundo’ y Latinoamérica, que además articula subjetividades e identidades concretas desde la creencia en la felicidad y la prosperidad como decisiones individuales, completamente independientes del entorno y la condición socioeconómica.

El coaching hace sus primeras apariciones luego de la Revolución Industrial en Estados Unidos, cuando los dueños de empresas y gerentes buscaban nuevas maneras de motivar y hacer más productiva a la fuerza de trabajo, pero no es sino hasta los años 80 cuando realmente despunta con la obra de Thomas Leonard, la cultura yuppie y el boom económico posguerra mal atribuido a Reagan. Hacia los 90 se expande con pirámides como Herbalife (una combinación de wellness con emprendedurismo, también nacida en 1980), y autores como Robert Kiyosaki (Padre rico, padre pobre) o Carlos Cuauhtemoc Sánchez (Juventud en éxtasis). Actualmente se vale de la neurociencia pop para legitimarse, y su principal canal de comunicación y venta son las redes sociales. En casos más extravagantes combina finanzas con esoterismo, desde limpieza de energías, hasta chamanismo y regresiones a vidas pasadas.

Cualquiera argumentaría que el coaching funciona para muchos, que no hace daño a nadie y que cada quién es libre de gastar su dinero en lo que quiera; que es parte de la ley de oferta y demanda, entre otras superficialidades. Pero los coach son lo que en biología se conoce como especie indicadora, o un tipo de organismo cuya presencia (o ausencia) refleja las condiciones de un ambiente determinado. No es casualidad que hayan proliferado justo en el periodo de consolidación del modelo neoliberal que acabó con los Estados de bienestar, o que hoy en su etapa más cimera haya un coach –o alguien que intenta serlo– en cada esquina.

Los vendedores de humo lucran con la crisis existencial generalizada que se ha producido con el desgaste del modelo económico (la principal forma en que se organiza la vida en sociedad), donde cada vez más personas sufren de frustración laboral, desesperanza, apatía, ansiedad y depresión, en especial entre las capas medias. Haciendo uso de la retórica, la cultura neoliberal enmascara la precariedad y la explotación sustituyendo palabras como “trabajadores” por “colaboradores”, o “derechos” por “salario emocional”.

Los charlatanes encuentran asidero en la poca accesibilidad a la terapia psicológica en estratos sociales medios y bajos, y aunque actualmente la salud mental es un tema en boga, no se señalan los problemas de fondo que la trastocan: inestabilidad y precariedad laboral; extensión de la jornada de trabajo sin pago de horas extra; pérdida de poder adquisitivo por el alto costo de la vida; falta de acceso a servicios básicos públicos y de calidad; deterioro del tejido social; incertidumbre, crisis ambiental y un consumo desmedido que además de crear endeudamiento, profundiza los vacíos emocionales.

Sobra decir que no son problemas exclusivos de Panamá. Son problemas estructurales, pero la industria de la felicidad nos dice que no hay excusas para ser pobre o infeliz; que tenemos el control y la libertad absoluta para diseñar nuestra vida a nuestro antojo, siempre y cuando nos esforcemos y tengamos la actitud correcta, como cuentan las historias de éxito, que omiten ser la excepción y no la regla.

Aunque hablar de neoliberalismo genera rechazo, es una realidad palpable; no solo como modelo económico, sino como una ideología que (re)produce un sistema cultural muy concreto. Su arrolladora ubicuidad lo disfraza de sentido común y lo hace difícil de identificar, pero está presente ahí donde se venda la promesa del mercado como productor de bienestar y felicidad, o la creencia en el individuo todopoderoso que con su sola voluntad se sobrepone a las dificultades de cualquier entorno. La cultura neoliberal hace que todo señalamiento o protesta contra la estructura socioeconómica parezca una excusa victimista o una señal de mediocridad resentida. Así, si el individuo se rebela, lo hará contra sí mismo y los de su clase, como suele suceder.

 

Columna originalmente publicada en La Estrella de Panamá el 17/3/19