La cultura política en Panamá

A exactamente una semana de las elecciones generales, está por terminar la campaña más corta de nuestra historia post-invasión y es un buen momento para hacer algunas reflexiones sobre la cultura política panameña. Este término, que además está compuesto por dos conceptos de por sí bastante complejos, puede tener distintas definiciones según el autor, pero en general se refiere a las ideas, percepciones, comportamientos y actitudes predominantes en una determinada sociedad con respecto a lo político. Como lo indica su primer ‘nombre’, la cultura política es un producto sociohistórico y nunca es homogénea ni estática (aunque no cambia rápidamente), pero además presenta rasgos dominantes según el país o la región, ello sin insinuar que no pueda ser diversa. Por su relación con los procesos políticos, su estudio es frecuente entre politólogos, pero también concierne a la antropología, la psicología, la sociología y, por supuesto, a la comunicación y los estudios culturales.

El politólogo e investigador Ronald Inglehart, uno de los principales referentes en el tema, plantea que los valores políticos de cada generación pueden cambiar en función de qué tan próspero y seguro sea el ambiente en que se desarrollan sus individuos. Dicho de otro modo, las personas priorizan cada vez más los aspectos relacionados con la calidad de vida y la autoexpresión por encima de las necesidades materiales, a medida que estas van siendo satisfechas. Inglehart se basa en la jerarquía de las necesidades planteada por Abraham Maslow en su famosa pirámide, aunque un mayor ingreso por habitante no necesariamente se traduce en el fortalecimiento de la institucionalidad y los valores democráticos. Para muestra, los países del llamado “primer mundo”, donde han despertado nuevas expresiones del fascismo; o los países latinoamericanos donde, a pesar de haber altos índices de pobreza y desigualdad, los discursos sobre la diversidad y la identidad (antirracismo, islamofobia, inmigración o derechos LGBT) comienzan a abrirse camino en la agenda y el debate público por efecto de la globalización. Como vemos, la relación entre cambios culturales, economía y procesos políticos es compleja y en ella intervienen numerosas variables.

En el caso de Panamá, somos un país con un envidiable crecimiento económico, pero este no crea mayor bienestar colectivo, por lo que cabe preguntarnos qué repercusiones tiene sobre la sobre la cultura política el hecho de ser el sexto país más desigual del mundo; o en la misma línea, de qué manera es moldeada por el transitismo, que no solo fragmenta territorial y culturalmente al país, sino que impide un verdadero desarrollo de las fuerzas productivas, lo que indirectamente repercute sobre la participación ciudadana y sus mecanismos. En este sentido, el comunicólogo argentino José Eduardo Jorge sostiene que una modernización parcial o incompleta da lugar a democracias e instituciones híbridas, lo que puede arrojar algo de luz sobre por qué en Panamá, a pesar de que las capas medias comienzan a adoptar valores políticos de igualdad, tolerancia, respeto a la diversidad y equidad de género, estos aún no se materializan en procesos organizativos que desencadenen cambios institucionales hacia una mejor calidad de la democracia. Por el contrario, existe una crisis institucional donde, en palabras de Gramsci, “lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina de nacer”.

De cara a las elecciones de este 5 de mayo, también es pertinente preguntarnos por qué ante tantos escándalos de corrupción, lo más radical que se nos ocurre es impulsar un cambio de diputados con el #NoALaReeleción y cruzar los dedos pasivamente para que los corruptos no vuelvan al poder, cuando en otros países, y por menos que estos escándalos, el pueblo se ha movilizado en verdaderos procesos organizativos y en protestas masivas que han hecho temblar a sus gobernantes. También cabe preguntarnos qué ideologías, valores e intereses de clase cristaliza la candidatura de Ricardo Lombana y qué nos dicen del estado de nuestra democracia. Por supuesto, también cabe hacer retrospección, (recordando que la cultura política es un producto sociohistórico) para preguntarnos por los efectos que tuvo y continúa teniendo sobre la subjetividad colectiva de los panameños los más de 150 años de enclave colonial estadounidense, o qué mecanismos de poder intervinieron en la desarticulación de los movimientos estudiantiles. Otras preguntas importantes serían: ¿cómo han impactado la globalización y las redes sociales en la asimilación de valores políticos progresistas, principalmente entre los jóvenes de capas medias? ¿Qué subyace en el rechazo por la paridad de género en Panamá? ¿Por qué parece haber una creciente aceptación de las actitudes autoritarias? ¿Cuál es el peso de la religión y las tradiciones en las actitudes políticas de los panameños?

Se acerca la gran fecha y puede que ya la “suerte” esté echada, pero preguntas como estas seguirán siendo relevantes, en especial si aspiramos a hacernos cargo de nuestra realidad.

 

Columna originalmente publicada en La Estrella de Panamá el 28/4/19.

De tal clase, tal cultura

En Panamá, hablar de ricos y pobres es de mal gusto. Mencionar a la clase media no es tan problemático, pero referirse a una persona como “meña”, “raca” o “chacal” es evidentemente despectivo, mientras “yeyé”, “cocotudo” u “oligarca” son palabras que para muchos denotan envidia o resentimiento. Claro que las etiquetas de todo tipo pueden ser incómodas para cualquiera, pero en Clasificaciones primitivas, los sociólogos Emile Durkheim y Marcel Mauss explican que los seres humanos comprendemos el mundo a partir de categorías, y que las clasificaciones que utilizamos reflejan las divisiones del sistema social en que vivimos. Lo anterior no significa que estereotipar sea deseable o inofensivo, pero en este caso hay buenas razones para reivindicar el concepto de clase social e incorporarlo a nuestro entendimiento de la cultura.

Pensar que hablar de clases es señal de malos modales, o que no existen, o que es un concepto desfasado en un mundo que ya es bastante más igualitario que hace siglos, son ideas que surgieron con el auge de los Estados de bienestar posteriores a la II Guerra Mundial, cuando los países de Europa Occidental y Estados Unidos gozaron de estabilidad laboral, un amplio acceso a la vivienda y servicios básicos de calidad. En aquel entonces era posible formar una familia holgadamente y tener una jubilación cómoda, así que las diferencias entre clases sociales parecían atenuarse. Más tarde, con el fin de la Guerra Fría, se fortaleció la idea de que eran cosa del pasado, o barreras subjetivas que, con el triunfo del liberalismo, cualquier individuo podría superar con suficiente voluntad y la actitud correcta.

Esta narrativa aún predomina en Occidente, pero también se extendió en Latinoamérica con la globalización y el Consenso de Washington, y es reforzada en el imaginario colectivo de forma cotidiana. Un ejemplo es la moda rápida, que permite a más personas adquirir las últimas tendencias a precios irrisorios (a costillas de miles de esclavos en países lejanos); o las compras a crédito que nos facilitan el acceso a tecnología y productos de alta gama, mientras internet y las redes sociales parecen democratizar el conocimiento y el consumo cultural, homogenizando gustos, costumbres y modos de expresión. Es lógico que las clases sociales parezcan cada vez menos relevantes cuando aparentemente todos podemos vestir a la moda, acceder a los mismos contenidos o tener un iPhone, pero no significa que estas divisiones hayan dejado de existir. Más bien son inherentes al capitalismo, y no solo como formaciones económicas, sino también culturales.

En un sentido metodológico, tener un enfoque clasista (que en este caso no tiene una connotación negativa) es fundamental para el análisis de la realidad social y el estudio de la cultura, esta última entendida no solo como expresiones artísticas o exhibiciones en museos, sino como el territorio de los significados, de las prácticas y los modos de vida, donde se cuecen los discursos y las ideologías, o donde se articula la dimensión simbólica de la vida en sociedad.

Una de las teorías más útiles para cualquiera que desee adentrarse en el estudio de la cultura es el trabajo de Pierre Bourdieu, que ve una relación indisoluble entre la estructura social y los sistemas de valores, como expresa en su concepto de habitus. Además, Bourdieu distingue entre 4 tipos de capital: económico, cultural, social y político, que respectivamente se refieren a las condiciones materiales de existencia, a los conocimientos, a las relaciones sociales y al poder que tiene un individuo en relación con su lugar en la estructura social. Los 4 tipos de capital se interrelacionan, como cuando un mayor capital económico facilita el acceso al capital cultural, o cuando un mayor capital social facilita la acumulación de capital político. Por supuesto que el asunto es más complejo, pero queda claro que no sería realista afirmar que las clases sociales “están en nuestra mente”.

Los Estudios Culturales también parten de un análisis clasista influenciado por el trabajo de Karl Marx, aunque se alejan de la ortodoxia del marxismo clásico y dan lugar a una rica producción que desafía la idea del espectador pasivo y consideran como textos no solo a la literatura, sino a cualquier expresión sujeta a ser interpretada, como la moda, el cine o la fotografía, además de analizar las formas de resistencia cultural presentes en las expresiones populares.

Así, las clases sociales no solo son una realidad concreta, sino también una herramienta analítica útil para la investigación académica y para la lucha social organizada. Después de todo, la cultura es un territorio en disputa. Siempre lo ha sido.

 

Columna originalmente publicada en La Estrella de Panamá el 14/4/19.