De máscaras y cascarones

Admítelo: vas por la calle asumiendo cosas sobre la gente a diestra y siniestra. Exagero un poco, pero es un hecho que nuestro cerebro se vale de los estereotipos como salida fácil cuando quiere entender de un cuerazo lo que se le va presentando. Si te topas con alguien que va todo de negro, tatuado, con el pelo morado, botas Dr. Martens y una camiseta de Rammstein, te puedes hacer una idea de sus gustos, sus hobbies y -si eres creepy como yo- hasta te puedes imaginar dónde parquea y a qué se dedica. Calma, que no es tan malo como parece; es un hecho científico que los humanos nos inventamos cosas sobre los demás sin conocerlos. Para bien o para mal, lo hacemos a partir de los estereotipos, pequeños trozos de información megasimplificada que aprendemos a través de terceros y que la publicidad, el cine o la TV se encargan de martillar. Así conseguimos una especie de pantallazo sobre ciertos grupos de personas, y el resto es salir a la calle a divertirse señalando a todo el mundo mentalmente.  

Queda más que claro que los estereotipos y los prejuicios pueden ser dañinos, pero aun siendo conscientes de ello, nadie se escapa de hacer juicios a priori. Es más, nunca confíes en alguien que se pavonee de no hacer conjeturas sobre otras personas sin conocerlas porque, o está mintiendo, o necesita trabajar en sus habilidades para una de las partes más divertidas en la comunicación humana: la no verbal, esa que rumias en silencio cuando juegas a decodificar al otro. Lo interesante es que puedes acertar muchas veces, pero tu perspectiva puede cambiar cuando te das cuenta de que no estabas ni cerca; cuando conoces a un gay sin sentido de la moda, a una mujer insensible o a un hombre heterosexual que tripea la repostería. Y algo menos usual ocurre cuando te toca estar en el banquillo de los acusados.

Personalmente, ya he perdido la cuenta de las veces en que alguien me ha confesado: “¡yo pensé que eras lesbiana!”. La primera vez fue cuando tenía 13 años y un profesor de Religión me preguntó si me gustaban las niñas. Más tarde me pasó una que otra vez en la universidad y en el trabajo, pero justo cuando empezaba a convencerme de que era por la mentalidad conservadora de la gente en Panamá, también me pasó estando afuera. Acepto que algo de eso me incomodaba, pero no era que me ofendiera ni mucho menos; más bien me confundía al darme cuenta de que no reflejaba lo que yo creía (o quería). Ya sé que puede sonar ingenuo de mi parte porque siempre he sido completamente consciente de mi feminidad ordinaria y áspera, pero no me imaginaba que un bonche de extraños se cuestionaran mi sexualidad. Y no es que haya descubierto el agua tibia con esto de que las percepciones tienen sus desfases, pero una cosa es saber que están ahí y otra muy distinta es chocar contra ellos a cada rato. Es similar a cuando ves una foto tuya en la que no te reconoces, o cuando escuchas tus propios voice notes y el ego te pregunta de quién es esa voz tan en panga.

Superados el pasmo y la extrañeza, me di cuenta de que la gente se obsesiona con decir “no me juzgues”, “no me etiquetes” y una larga lista de mantras pseudorrebeldes que comprendo perfectamente porque nadie quiere que lo reduzcan a una caricatura, pero en parte es que también estamos obsesionados con lo supuestamente auténtico. En un mundo donde las certezas son pocas, buscamos tener la mayor seguridad acerca de la mayor cantidad de cosas, en especial de quiénes somos y quiénes son “en realidad” los que tenemos al lado. Lo que se nos olvida cada tanto es que todo lo que usamos, vestimos y consumimos es parte de nuestro relato personal, de cómo nos narramos ante los demás, y nos guste o no, es un cascarón con su propio lenguaje y semiótica. Con él intentamos hacer visible lo que de otra forma permanecería invisible; es nuestro modo de personificamos a nosotros mismos, y lo irónico es que sigamos esperando escapar de las etiquetas o volvernos inclasificables cuando todo lo que supuestamente nos representa en el plano visual ha sido fabricado en algún lado.

Para mí todo este embrollo de las percepciones y los simulacros es más sencillo desde que me reconcilié con la idea de que estamos en un baile de máscaras donde no hay miradas certeras, y que lo mejor es no empelicularse demasiado porque nadie está por encima de las clasificaciones ni del incómodo entramado taxonómico que tejen. Es obvio que aquí me ciño al contexto de las modas, de los estilos y de los prejuicios light, porque de los más dañinos necesita decirse (y se ha dicho) bastante más. En cualquier caso, la identidad -el ser alguien- pesa y cansa, pero yo no me desanimo; es más, concuerdo con Terry Eagleton: «sólo hay una cosa peor que la identidad y es no tener ninguna».  Después de todo, tu autoimagen jamás se parecerá a la idea que los demás tengan de ti.

Originalmente publicado en Revista SML, abril de 2017.

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